HOMILÍA DE DOM EAMON, CAPÍTULO GENERAL 2014, MISA DE APERTURA

11.09.2014 10:25

El Evangelio de la Misa de hoy nos enfrenta con la magnanimidad de Dios, y nos muestra hasta qué punto sus pensamientos están por arriba de nuestros pensamientos, y sus caminos por arriba de nuestros caminos.  Es un mensaje que podría desanimarnos, y llevarnos a desesperarnos de nosotros mismos y hasta de Dios, si nos enfocamos demasiado sobre nuestras propias limitaciones.  Nosotros, que a veces se nos hace tan difícil ser amables o pacientes, o perdonar a nuestros hermanos, somos llamados a amar, a bendecir, a orar por los otros, a prestar, a tener compasión, y hacer esto no sólo por un hermano sino por un enemigo—los que nos odian, nos maldicen, nos tratan mal, y hasta nos roban.  Todo esto nos introduce—tal vez de manera algo tosca—a otro modo de ser, a otra manera de ver al mundo, a otra manera de vivir.  La cortina se corre un poquito para permitirnos entrever cómo es Dios, para revelarnos algo del misterio de Dios.

En la salva inicial de este discurso, Jesús ya ha proclamado a sus discípulos bienaventurados por encontrarse entre los pobres, los hambrientos, los que lloran y son perseguidos por su causa.  A Israel se le había enseñado que Dios prefiere a los pobres y pequeños: así se veía Israel, pero el mensaje nunca les llegó a sus dirigentes, y por eso la justicia y la paz nunca llegaron a ser el gozo del Pueblo de Dios.  Pero ahora, en estos últimos tiempos, Dios envió a su Hijo, quien como Hijo compartía el Espíritu de Dios, trayéndoles la buena nueva a los pobres, libertad a los presos, vista a los ciegos, liberación a los oprimidos, y a todos la amabilidad de Dios.  Los ricos de este mundo, los satisfechos, aquéllos cuyas vidas son una fiesta sin fin, y los que gozan de la admiración del mundo: todos éstos viven un espejismo; han perdido la trama de sus vidas, y también el terreno donde se encuentra el verdadero tesoro.  Porque la verdad es que todos somos pobres ante Dios, y de esto el signo más claro es nuestra mortalidad.  Desnudos entramos en este mundo, y desnudos de él saldremos. 

Ahora bien, a nosotros los pobres que hemos escuchado sus palabras, Jesús nos urge que sigamos su guión celeste.  Pero él no sólo nos enseña, sino que también nos da un ejemplo de cómo es Dios en forma humana, de qué es ser verdaderamente humano como Dios lo desea, de qué es ser como Dios.  Esta dicha la vemos al momento de la muerte, cuando él dice: “Padre, perdónales porque no saben lo que hacen.”  Este Espíritu es el gran regalo de su resurrección a sus discípulos, quienes forman la comunidad que es la Iglesia.  Éste es el gran regalo que hace que la comunidad cristiana sea cristiana, como nos lo demuestra Lucas en el Libro de los Hechos y como lo atestigua Pablo tan elocuentemente en sus cartas.

Por pobres que seamos, hemos sido bautizados en su Espíritu, y somos llamados a ser sus testigos en el mundo, no para demostrar qué tan buenos somos nosotros sino qué tan grande es Dios y cómo su gracia puede transformar nuestra debilidad humana y ayudarnos a hacer mucho más de lo que jamás podríamos pedir o imaginarnos.  Reunidos aquí para este Capítulo General, recordemos en esta Misa del Espíritu Santo el más grande regalo que Dios nos ha dado: el Espíritu de su Hijo que nos hace gritar “¡Abba, Padre!”  Pidamos que Dios suscite en nosotros su Espíritu para que dirija nuestros pensamientos y nuestras discusiones, nuestros intercambios y nuestras relaciones, para que juntos nos acerquemos más a la verdad y caminemos con mayor libertad y confianza por la senda de vida que Dios quiere para nosotros y para la Orden, para que seamos testigos de la bondad y de la misericordia en nuestro mundo.

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