Fragilidad creciente en la Orden. Capítulo General OCSO 2014

14.09.2014 11:21

H 23 CONFERENCE AG FRAG ESP.docx (28779)

Muy queridos hermanos y hermanas: el voto 71 de la Reunión de la Comisión Central de 3013 pidió que el Abad General diese una conferencia sobre este tema. Llevamos hablando del tema hace ahora 12 años (Dom Bernardo Olivera en la RGM de 2002) y a veces en tiempo pasado sentía que estábamos volviendo a darle vueltas. Pero al mismo tiempo, está la urgencia creciente sobre la cuestión a medida que las comunidades son más conscientes de su creciente fragilidad e intentan tomar medidas para ponerle remedio. Guste o no, el tema es importante no sólo para las comunidades que tienen la experiencia inmediata de esta creciente fragilidad, sino también para aquellas comunidades que se verán afectadas por ella: el Padre Inmediato de la comunidad frágil, así como sus casas hijas. Noté que entre las 48 casas más viejas de la Orden (en donde la fragilidad se da en mayor grado) se encuentran las casas madres de otras 83 casas de monjes y 54 casas de monjas, lo cual significa que el apoyo que una casa hija podría necesitar (en cuanto a cuidado pastoral, formación, personal y en el plan económico) puede estar en riesgo.

El documento de trabajo para este Capítulo General (a cargo de M. Inés, D. Bernardo y D. Richard), después de un breve informe estadístico, aporta una muy buena visión de las iniciativas y soluciones que se han ido tomando a lo largo de los años en la Orden: adaptación de inmuebles y estructuras económicas; colaboración con otras comunidades; colaboración en el seno de las regiones: colaboración con la O. Cist y la OSB; reubicación de monasterios y casas anejas. Esto significa también retos que presenta esta precariedad: vivir la situación a la luz del misterio Pascual; aprender de la experiencia y adaptar la legislación pertinente y vivir la Carta de Caridad. Ello remite también a la conferencia de Dom Bernardo que mencionaba antes. Supongo que se ha leído y no lo voy a tratar de nuevo

Aquí estamos hablando de la mayoría de los monasterios de los monjes y de monjas que se encuentran en países de cultura occidental e industrial y tecnológicamente avanzados, así como de algunos países de Asia. Las consecuencias de esta creciente fragilidad se ven, por ej., en lo siguiente:

Edificios desproporcionados para el tamaño de la comunidad

Pocos o ninguna entrada nueva y carencia de perseverancia

Dificultad para encontrar personal para puestos de responsabilidad

Sobrecarga de trabajos y uso creciente de personal laico

Mayor inversión en el cuidado de los ancianos

Empobrecimiento de la calidad de la vida comunitaria, por ej., en la liturgia, recursos de formación, capacidad para tomar iniciativas

Menor capacidad de la comunidad para formar a los nuevos miembros

Estos elementos no han cambiado desde el último Capítulo General y puede decirse que la situación se ha deteriorado en cuanto que somos 3 años más viejos aunque, a Dios gracias, un poco más sabios, pero un poco más débiles: una fragilidad creciente. De hecho, durante los 3 últimos años el número de monjes y de monjas de la Orden ha caído un 4% en cada rama: hay 84 monjes menos y 74 monjas menos, siendo actualmente los monjes 1999 y las monjas 1662. Recientemente di con una estadística que me impactó. Noté que de las 96 casas de monjes de la Orden, 62 tienen 20 o menos monjes presentes en la comunidad y 24 de estas pequeñas comunidades están entre las 48 casas más viejas de la Orden. Entre las monjas, 41 de las 73 casas tienen 20 o menos hermanas presentes en la comunidad (16 de ellas están entre las 37 casas más viejas de monjas). Podemos entonces suponer que aunque las comunidades más jóvenes continuarán creciendo, parece previsible que el futuro nos deparará comunidades más pequeñas. Un gran cambio en cuanto a lo que muchos estaban acostumbrados en tiempo no muy lejano. En sí mismo esto no es una cosa mala -lo pequeño es hermoso- lo que importa es la calidad de la vida comunitaria, no el número, pero requiere una toma de conciencia diferente a cuanto a lo que prevalece todavía en muchas de nuestras comunidades más ancianas, y una dinámica diferente en la comunidad. En las comunidades más frágiles un número importante de sus miembros son ancianos, mientras que los más jóvenes suelen estar entre los 40 y 50 años. Lo que queremos ofrecer en esta exposición es compartir de algún modo la experiencia que he visto y escuchado visitando las comunidades y participando en los encuentros. Aquí van algunas reflexiones sobre ellos y, al final, si no conclusiones, al menos alguna orientación para vivir en la actualidad.

 

Visto y oído

Una de las características evidentes de nuestra Orden y pasada por una larga tradición es la del sentido de estabilidad, fidelidad y perseverancia en la vida comunitaria, capacidad de soportar las dificultades y seguir sirviendo sin quejas. Muchos de nuestros mayores son testigos de este espíritu, algunos viviendo pacíficamente y llevando una vida de oración en la enfermería; otros estando quizás  activos todavía y siguiendo prestando servicios simples y necesarios siempre que pueden. Algunos pueden incluso seguir detentando puestos de responsabilidad en edad avanzada y los superiores están bien contentos de tenerlos. Pero hay también ocasiones en las que a los mayores no se les exonera de sus puestos o no se les libera de ellos porque los “jóvenes” no están preparados  o carecen de experiencia, lo que puede a veces convertirse en un rechazo general de la generación más joven a quienes se les ve como débiles. En ocasiones esto puede llevar a falta de confianza en la comunidad y a la dificultad de encontrar  o de aceptar un superior de entre la comunidad.

La necesidad de encontrar vocaciones puede ser otro punto de presión en la comunidad, lo que puede llevar a la apertura a todos los que vengan, que puede verse como generoso y misericordioso y por tanto evangélico, pero también puede ser que la necesidad nuble el discernimiento. A veces, la desconcertante perplejidad ante la persona moderna que es diferente de nosotros y a quien no entendemos. En algunas comunidades no se investiga la vida pasada del candidato, y conocer la historia vital u otra información o experiencias no parece que entren en la valoración inicial. Esto puede llevar después a experiencias dolorosas y a dolor para la comunidad y el candidato, dando origen a mucho drama que se podía haber evitado. Es cierto que una persona puede cambiar el clima de una comunidad y esto puede decirse de un miembro nuevo o de más, cuando la persona es superior o detenta alguna responsabilidad importante. Pero a menudo la excesiva euforia ante la llegada de un candidato cede pronto el paso a la desolación por su marcha. Una cosa es tener candidatos y otra es formarlos y en estas situaciones de fragilidad la formación se revela como inadecuada, no tanto en cuanto a enseñanza sino, más importante, en cuanto a orientación: la capacidad de dar tiempo a alguien, de escuchar y de intentar entender, de permitir que uno mismo se cuestione sobre lo que hacemos y lo que decimos, así como de la capacidad de cuestionar lo que nos toca a nosotros y de poner a prueba al candidato. Estar a la defensiva y ser firme requiere que ambas partes se sitúen en el terreno en que ambos son discípulos, decididos a escuchar otras voces. En algunas ocasiones, afortunadamente pocas, he visto que el deseo de tener candidatos ha comportado esfuerzos para atraer a miembros de otra comunidad para que se unieran a la de uno que tiene un “futuro mejor”.

En estas situaciones de fragilidad es evidente que una buena economía y los recursos financieros pueden amortiguar los efectos de la disminución de una comunidad. El trabajo lo pueden hacer obreros a sueldo, de modo que una comunidad reducida y envejecida puede seguir más tiempo que otra en que la comunidad tiene que vivir del trabajo de sus propias manos y son menos las manos. Esto ralentiza el proceso de disminución pero no lo cambia. Está claro que en todo esto son los superiores quienes cargan con las circunstancias adversas. Muchos lo hacen muy bien, mostrando grandes dosis de fe y fortaleza y parece que lo llevan todo con buen espíritu y humor. Pero se da también el caso de quienes van dando bandazos de una crisis a otra, provocada por la enfermedad o accidentes en la comunidad. Muchas comunidades no tienen candidatos en el horizonte y escasas perspectivas de que cambie el panorama. Se han tomado varias iniciativas para el fomento de las vocaciones pero con escasos resultados. Con frecuencia los superiores tienen que tomar decisiones importantes sobre el futuro o que costarán dinero, o si hay que renovar, demoler, reconstruir o incluso transferir. Trabajar para el consenso es laborioso e incluso cuando se logra, no tenemos garantía de que estemos haciendo lo que se debe. No sabemos ni nos gusta vivir con la angustia de lo desconocido. Puede resultar difícil mantener un espíritu positivo y lleno de fe no sólo para uno mismo sino también en otros. Los superiores pueden ser también objeto de culpa por cómo están las cosas y las sensaciones personales de falta de competencia y el peso del oficio puede llevar al desánimo. Hay superiores que sufren de gran tensión y preocupación en cuanto a la salud física de otros.

Algunas de las reacciones a nuestras circunstancias presentes consisten en culpar de todo a la sociedad contemporánea o al cambio en la Iglesia o al declive de la calidad de la vida monástica (no somos lo que solíamos ser) o a afirmar que se mueve en ciclos y la historia monástica muestra que hubo altibajos en el pasado y que las cosas mejorarán y esperamos mejores tiempos. Tengo a veces la sensación de que podemos elegir nuestra espiritualidad para consolarnos de nuestros dolores. Hoy día se habla mucho de la kénosis, de ser pobre, del pequeño rebaño, de la pequeñez, consolándonos en nuestro sufrimiento e identificándonos con el Cristo que sufrió hasta la muerte. Sin duda que éstos son elementos del mensaje evangélico, pero a veces tengo la  impresión de que estamos canonizando la incompetencia, la pérdida de celo por las cosas de Dios, acomodándonos a las comodidades del mundo y al status quo y a la incapacidad de ver que la vida sigue adelante y nosotros nos hemos detenido en el tiempo. Me sentí alentado por una línea que encontré en un libro de una hermana benedictina americana, escrito hace casi 30 años. Decía la hermana, en el contexto de la disminución de la vida consagrada: “Quizás no hay vocaciones porque los religiosos ven que sus vidas están en declive, no simplemente en un estado de transición”. Creo que esta perspectiva nos ofrece un modo diferente de mirar nuestra realidad presente y está profundamente en línea con la realidad.

 

Algunas observaciones sobre “visto y oído” de arriba

¡El mundo ha cambiado! A pesar del dato imperante, se niega con frecuencia este hecho por las actitudes que ven la vida monástica  que hemos conocido en el pasado como el hecho real y la actual presencia diaria como una versión atenuada de ella. A menudo se presenta como nostalgia. No esperamos que se derive mucho bien del mundo  contemporáneo y tendemos a vernos nosotros mismos como víctimas de la modernidad o de la posmodernidad. Pero no somos los únicos amenazados por el cambio y el paso de ésta. Piénsese en las consecuencias de la crisis financiera de hace algunos años, las condiciones cambiantes del trabajo para tantos en que la seguridad de los puestos de trabajo es cosa del pasado o la cantidad de desempleo entre los jóvenes, sin contar con temas más globales como la emigración, la pobreza mundial, etc.

La Iglesia está cambiando, con menos miembros en occidente, mucho alejamiento entre los creyentes, el cierre de iglesias ya fuera de servicio, menos clero y religiosos y menos monjes y monjas. No somos los únicos en sufrir la crisis y en la adaptación a esta desertización del espíritu. De forma inevitable, hay menos vocaciones para la vida monástica, pero no por ello debemos hacernos unos mártires. El cardenal Schonborn de Viena hablaba de la necesidad de hacer frente al cambio de forma muy personal, dirigiéndose a los católicos austríacos. Hablaba de la necesidad de que la Iglesia encontrase su puesto en una sociedad libre. Su misión es la de ganarse a la persona individual para la fe y por tanto para Jesús en libertad. Después, al hablar del dolor de distanciarse del pasado, añadía: “esto equivale a decir adiós a la Iglesia de mi  niñez que me es tan querida y es un adiós que duele”.

Nuestra relación con la Iglesia está sufriendo también un cambio. No queda demasiado lejos cuando nos veíamos en los márgenes de la sociedad, lejos geográficamente de los foros sociales. Éramos exploradores del mundo del espíritu, que vivíamos en la frontera y manteníamos una distancia crítica del mundo y al tiempo que los monasterios eran imponentes instituciones, el acento se ponía en la separación y la soledad. Hoy día la Iglesia local adquiere una importancia mayor, siendo el monasterio una parte más de ella en asuntos a veces más o menos importantes. El lugar primordial que se le da al sacramento del bautismo nos ve más en comunión, en vez de separación de la gracia esencial del bautismo, sin negar el carisma específicamente monástico. El tamaño cambiante y en disminución de muchas de nuestras comunidades puede también afectar al modo de relacionarnos con la Iglesia local. Es menos institucional y más dependiente de más personal y menos lazos formales, que viene a ser el modelo de las comunidades y monasterios más pequeños.

Nuestro lugar en la sociedad. Cada monasterio, por muy solitario que sea su emplazamiento, tiene sus vecinos, sus visitantes y su lugar en la comunidad local. Es una necesidad de vida e inevitable. Cada vez somos menos autónomos en el mundo moderno. Ocupar nuestro lugar equivale a tener cierto status: se nos puede conocer por nuestros productos, queso, chocolate, cerveza o vino; o por nuestra liturgia o como un lugar de retiro y oración o como quien da trabajo a la gente del lugar o como valioso cliente de un banco local. Cuando puede surgir la dificultad es porque el status conlleva ciertas expectativas por parte de la gente y las demandas que nos acarrea. Si exigiese cambio o surgen cuestiones sobre el futuro del monasterio, nos podemos encontrar con menos libertad para actuar o para sumir los difíciles retos que tenemos que hacer.

¿Y cómo nos va con los jóvenes? Sabemos que la inculturación opera no sólo entre culturas sino también entre generaciones; la cultura de los jóvenes no es la cultura de la mayor parte de nosotros. ¿Cuántos de nosotros tenemos contacto directo con los jóvenes? ¿Cómo vemos lo que se nos presenta hoy o qué oímos de ello? Puede parecer a veces como un país extranjero y esa extranjería puede ser más evidente en los jóvenes o en las generaciones más jóvenes: el pelo teñido, la piel perforada, tatuajes, por no mencionar la manera de vestir, la música, etc. ¿Nos sentimos perdidos o somos capaces de escuchar una voz diferente y discernir las cosas que les preocupan? En cierta ocasión me encontré el año pasado en el metro camino de una reunión en la ciudad. Enfrente de mí iban dos señoras con el pelo teñido de varios colores, pintadas y maquilladas, con anillos y tatuajes, etc, que iban charlando. De pronto la joven comenzó a pedir y a contar su historia a todos. La había visto antes, así que bajé los ojos y se me endureció el corazón. Las dos señoras del otro lado continuaron su conversación, pero ambas echaron manos de su bolsillo y le dieron una limosna. De pronto me di cuenta que estaba en el papel  del sacerdote y el levita y ellas con el buen samaritano, por tanto, no sólo se me endureció el corazón sino que tenía también mis prejuicios. A veces se tiene la sensación de que muchos de nosotros nos hemos rendido implícitamente ante las generaciones más jóvenes. No esperamos mucho de ellas y como muchos sentimientos no expresados los sienten ellos. Para nosotros puede ser una pequeña consolación el hecho de que muchos padres pueden sentir la brecha generacional, pero al ser padres probablemente tienen más paciencia y aun viviendo en la incomprensión siguen confiando y practicando la misericordia. En caso de que no quede claro lo que digo, sugiero un examen de conciencia sobre el modo de situarnos  en relación al mundo en el que vivimos, los presupuestos y prejuicios que podemos tener y la libertad que tenemos de discernir y escuchar lo que Dios podría estar diciéndonos en un mundo que, creemos, Dios sigue juzgando en conformidad con sus propósitos. Acaso lo que llamamos tradición podría sin darnos cuenta ser un apego a normas humanas que nos impiden la escucha de una palabra de vida, como sucedió hace 2000 años en Galilea y Judea.

 

Orientaciones para vivir hoy

Lo que claramente emerge para muchas comunidades en la situación de creciente fragilidad es que el camino futuro es el de la colaboración. Esto es lo que subyace en la iniciativa de la Región Española al establecer un monasterio asistencial y actualmente el programa regional para la formación de novicios. Hay que partir del hecho de que muchos monasterios carecen de los recursos para los cuidados sanitarios y para la formación inicial. Las casas francesas de monjes y monjas  (ocso Francia) están haciendo algo parecido para la formación en el noviciado. Con vistas a la viabilidad de las comunidades y a la resistencia innata a cerrar casas, algunos monasterios en la misma región geográfica o filiación están explorando la posibilidad de una colaboración más estrecha  para compartir los recursos aunque viviendo en sus respectivos lugares. Entre esas casas es más probable que se encuentre alguien competente  para la formación y las finanzas…Se puede ver como una red local o una versión no jurídica de una provincia, que es lo que encontramos en otras Órdenes. Su fin es asegurar la existencia continua del carisma cisterciense  en una determinada zona, como dijeron las Comisiones que trataron de las casas cistercienses de monjes. Lo que se necesita, a mi modo de ver, son los beneficios de la solidaridad, el estímulo que surge de la escucha de las experiencias ajenas y las ideas que afloran de un grupo más amplio y más concretamente el trabajar en proyectos en grupos más pequeños unidos geográficamente o en compartir temas. 

Hace un tiempo visité una pequeña comunidad de monjes (menos de 12) que, de lo que escuché, no ostentan un puesto de estrella en el firmamento cisterciense. En el curso de la visita, al hablar con el superior, me dijo: “Hay tres cosas sobre las que insisto: la oración (oficio, lectio y oración personal), el trabajo y en cómo nos llevamos”. Y, efectivamente, noté las tres en acción: asistencia y participación en el oficio, oración personal en común mañana y tarde y trabajo común (afortunados que son en tenerlo) y el modo en que los hermanos se tratan y me contaron: amistosamente y con respeto, relajado y “real”. Nuestro legado cisterciense y la tradición monástica es muy importante y en modo alguno quiero restarle importancia a lo que digo, pero a veces tengo la sensación de que llevamos demasiado equipaje, acumulado en muchos siglos: reglas, usos y la implícita masa que constituyen nuestras comunidades. Existe el peligro real de que perdamos lo esencial. ¿Qué es lo que queremos vivir y qué es lo que realmente vivimos? ¿Lo que ofrecemos a la gente para que podamos decir que estas cosas nos interesan e insistimos en ellas? ¿Qué representamos?

Haciéndome yo mismo esta pregunta, recurrí a s. Pablo en la 1ª Carta a los Tesalonicenses que, como es sabido, es el primer documento del N. T. Pablo está en el comienzo de su carrera misionera y aporta al mundo pagano lo que él experimentó como buena noticia. ¿Qué era ser cristiano? Se trata del primer dato escrito que poseemos del modo de ver su vida un cristiano y la de Cristo, explicando a los demás lo que suponía ser cristiano. ¿De qué vemos que habla? Después del saludo inicial, la primera parte de la carta es una larga oración de gracias a Dios por el modo en que habían creído el mensaje estos paganos y cómo había tocado sus vidas. Estaban viviendo en la fe, la esperanza y el amor y sufriendo por su credo. Imitaban a Pablo y al Señor Jesús en darse a los demás y dando testimonio del poder del Espíritu en sus vidas en su modo diferente de vida y por su sufrimiento. La gente hablaba del cambio operado en su vida. Su fe no era sólo palabras. Pablo les anima entonces a seguir viviendo en conformidad con sus creencias y les sigue enseñando mientras esperan la venida de su Salvador y Señor. Conocer a Dios era ser cambiados por el Espíritu Santo y creer diferentemente imitando a Jesús: el fin era la santidad de vida o transformación personal. Y, muy interesante, en los versículos finales de la carta hay una triple exhortación que tuvo un impacto importante en la tradición monástica, aunque se trate de una exhortación dirigida a todos los cristianos. Se trata de una exhortación bien conocida:

Estad siempre alegres, orad continuamente, dad siempre gracias, porque ésta es la voluntad de Dios en Cristo Jesús (1 Tes 5, 16-18)

Se sabe que en el lenguaje del ordenador se habla de “configuración por defecto”. Según yo lo entiendo, se trata del sistema básico del ordenador/computadora en cuanto que tiene un marco fijo y realizará las orientaciones prescritas para volver a la misma base. Sugiero que esta tríada puede muy bien ser la “configuración por defecto” de Pablo. Creo que nos puede decir hoy algo a nosotros al enfrentarnos a los retos de nuestro tiempo y ocupamos nuestro lugar en el trabajo de la nueva creación que Dios está operando ahora en nuestro mundo. Es la configuración por defecto la que podría ayudarnos no sólo a resolver nuestros problemas o a tomar las decisiones justas, sino a ayudarnos a vivir bien este tiempo, el nuestro, en el gozo del Evangelio como hombres y mujeres que conocen las bendición de las Bienaventuranzas.

 

Fr. Eamon

Assisi, 9/IX/2014  

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